Este post es largo, pero ya saben, necesito poner todo en palabras.

Otra noche le llegó al día. El silencio y la soledad de quienes duermen a mi alrededor me dejó frente al teclado pensando en la última vez que lloré. Y me refiero a llorar con ganas, lágrimas que no dejan de nacer desde lo más hondo de mi ser, sin parar, como una catarata de dolor. Ese día tiene fecha y fue el lunes 10 de diciembre de 2018.

Otra vez necesité tiempo para contar todo. Tiempo para mí y para sanar. No voy a engañar a nadie, esto ya lo superé hace un tiempo, pero la vida, la profesión, el ritmo, todo, hizo que se pospusiera eternamente el momento de hacer esto. Además lo quería hacer bien, o al menos, lo mejor que me pudiera salir.

A fines del 2018 venía mal de salud. Hacía más de un mes que estaba con tos pero en esos últimos días ya no podía ni dormir. Encontrar a un neumonólogo con turno inmediato y disponible me fue imposible y terminé en la guardia. Me dieron medicamentos y antibióticos. No mejoré nada, entonces el viernes 7 de diciembre volví a la guardia desesperada por calma. “Tenemos que hacerte una tomografía de tórax para descartar bronquitis… ¿posibilidades de estar embarazada?”, me preguntó la médica. Resulta que ese estudio no se lo pueden realizar las embarazadas. Con tos le contesté que no, que era bastante improbable ya que me había hecho un test que había dado negativo (tal vez les cuente la previa de todo eso otro día…) y estaba segura de que pronto debería venirme. Entonces me indicó hacer una beta, por las dudas, porque cuando te haces test muy temprano el resultado es poco seguro (“Siempre helado, nunca test” -no me canso de repetirles todo el tiempo- pero “en casa de herrero, cuchillo de palo”).

El resultado dio 19,3.

Ahí no más lo supe. Supe que era baja, demasiado, pero era positivo. Me fui de esa guardia con mucha tos, sintiéndome mal y sin hacerme la tomografía.

Había dado positivo. Un positivo de mierda, seamos sinceras, pero positivo. Bah, más que positivo era un “NI”, ni si, ni no. Lo cierto es que nunca me imaginé que yo, que solo había visto un positivo en mi vida (sin hacer trampa con las inyecciones de hCG, claro), iba a ver otro… y menos esto, que fue un “diecinueve con tres”.

¿¡Qué carajo es 19,3… explicámelo, destino!?

Tuve que repetir la beta y esperar a que, al menos, duplique a las 48 hs. En realidad tuve que esperar un poco más, porque me dijeron que vuelva a hacerla el lunes, en vez del domingo.

El lunes dio 34,7 mUI.

Lo que pasó entre el viernes y el lunes ya no lo recuerdo con exactitud, pero sí recuerdo que fue vivir, literalmente, en una nube sin vapor.

“Que sí, que puede ser, pero el valor es bajo, pero bueno, algunos embarazos empiezan así y van bien, pero obviamente que no va a ser mi caso ¡porque yo nunca soy la excepción a la regla!, pero al menos no es menos de 5, que es considerado negativo para los valores de referencia, pero 34,7 sigue siendo muy bajo, pero la esperanza es lo último que se pierde, entonces me permito ilusionarme, o mejor no, por las dudas”, todo eso fue mi nube sin vapor y, claramente, fue una nube traumática.

El lunes 10 de diciembre de 2018 llamé a la oficina, avisé que no iba a ir y lloré.

Lloré con fuerzas, lloré con dolor sosteniendo los dos papeles de las betas, lloré con bronca, con odio, con esas preguntas que nunca tienen respuestas y con preguntas nuevas, porque esto nunca me había pasado.

¿Por qué pegarle al travesaño? ¿Qué significaba esto? ¿Qué tenía que aprender ahora? ¿Por qué la infertilidad me estaba pegando otra vez con una cosa nueva? Lloré tanto, juro que lloré con ganas, me saqué de encima cada centímetro cúbico de agua salada y cuando sentía que ya no había mas bronca que llorar, volvía sollozando a tirarme en la cama, teléfono en mano, a buscar casos milagrosos de betas bajas que no duplicaban pero que se transformaban en hijos. Buscando milagros ajenos. Como siempre hice.

Luego llegó el protocolo: tenía que repetir la beta el miércoles. Y el miércoles apareció la beta duplicada: 68,2 mUI.

Duplicó.

“Ok, paren todo”. Duplicó, entonces sí. Fue una “implantación tardía”, ponele. “Claro que sí, ¿mirá si a “Maru Pesuggi” no la va a “partir un Milagro II”? Esto llegó de esta forma para que lo haga prosa en un texto, esto es lo que tengo que aprender entonces”, dije convencida. Aunque por los días de atraso, la beta seguía siendo baja. “Repetila el viernes”, ordenó el Capitán.

Llegué a ese viernes frustrada pero ahora también esperanzada. Marido, que había estado cauteloso y frío con la noticia, me tocó la panza y le ordenó: “Dale, duplicá”. Lloré de nuevo intentando encontrar una explicación a algo que estaba sucediendo adentro mío pero no podía controlar, quise pedirle perdón por hacerlo pasar por esto. Otra vez la culpa, la reventada culpa que no tiene que ver con nada. Y mirá que tengo experiencia con la infertilidad… pero culpa.

Luego lloré sin lágrimas y entendí que el acto de llorar no requiere líquido: mi corazón estaba como en paro y solo podía hacerle un RCP psicolgógico para no enloquecer en algún sollozo distante. ¿Estaba embarazada o no, carajo? Ya sabía, pero no quería darme la respuesta.

116,6 mUI, y esa vez no duplicó, le faltó poco. ¿Significaba algo malo o todavía había esperanzas? No había manera de saberlo todavía, tenía que repetir el lunes, de nuevo.

Capítulo aparte merecen las enfermeras del Mater Dei que me abrazaban cuando me veían llegar a la sala de espera con mi seriada de betas. Gracias a todas ustedes. Acá les paso un Maru Tip: en el Mater Dei el resultado de la beta la tenés en dos horas. De nada, ansiosa.

Una semana de incertidumbre absoluta, con tos constante y el deseo de hacerme la tomografía para saber si era o no bronquitis, así podía tomar el antibiótico poderoso y no esa bosta que aspiraba que no me ayudaba… pero es lo que le dan a las embarazadas… ¿estaba embarazada? Fucking craziness.

No quería sentirme embarazada, porque en el preciso instante en que lo afirmara para poner en línea al universo con el “creas lo que crees”, la seriada de betas me respondía: “Sí, Maru, todo divino, pero lo vas a perder pronto”.

Entonces, cuando decidía no sentirme embarazada, quería ver YA a la tía Colorada. ¡Basta de betas! Ni una gota de sangre más, basta, quería ver a la tía bajar de la forma en la que la veo siempre, por el camino que ya le conozco a la perfección, quería que se terminara ya esa pesadilla de esperas, laboratorios y frustraciones en formato de números.

Pero tampoco estaba convencida de que quería pensar eso.

Adentro mío algo había implantado, algo había sido un óvulo fertilizado y luego un embrión de 4 células, de 8, de 16… una mórula, un blastocisto, un blasto eclosionado, había ocurrido una implantación, una placenta estaba generando hormona hCG en mi endometrio, en mi útero.

Era mío, otro sueño. Y también era todo lo que aprendí e investigué en estos años: podía ser una falla cromosómica, un embrión no compatible con la vida, algo que debía parar su evolución. Sinceramente, me resistía a racionalizarlo porque “si soñás duele menos”. Qué basura. Todo. Qué basura.

La idealización duele menos porque cubrimos el dolor con imaginación. Entonces pensaba en la carita de mi hija y ya podía imaginarme otros hijos porque seguramente fueran parecidos. Si era una nena sabría de sus rasgos y si era un nene me los podría imaginar con certeza.

Pero la idealización duele más cuando volvés a la realidad. No iba a haber una carita. “Seamos honestos con la realidad, esto no puede terminar bien”.

El lunes la beta dio 193 mUI y en mi Excel-desesperado vi como la progresión se seguía apagando lentamente, como una vela que se enciende mágicamente pero luego su brillo se pierde en el éter.

Tenía que repetir la beta y hacer una ecografía. Podía suceder que fuera un embarazo ectópico. ¿Algo más para sumar?

Después de 8 años de luchar contra la infertilidad me estaba enfrentando a cosas nuevas que sabía de teoría por experiencias ajenas. Todo nuevo para mí.

El miércoles 19 de diciembre a las 11:30 hs. la beta dio 225 mUI. Seguía subiendo, pero ni me molesté en calcular proporciones. A las 14:00 hs. empecé a ver rojo y a las 14:30 hs. el Capitán no vio nada en la ecografía que lo ayudara a descartar ectópico. Tuve que repetir la beta el 21 de diciembre. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había ido al laboratorio.

El 19 de diciembre empecé a perderlo, fue tan rápido que el 21 de diciembre la beta dio 22 mUI.

Embarazo bioquímico. Así se les llaman a estos embarazos que se detectan en sangre pero que no llegan a verse en ecografías. Una vez que se ven en imágenes pasan a “transformarse” en embarazos clínicos.

Con el corazón hecho pedazos sabía que no era una simple tía Colorada, se sentía diferente desde los dolores hasta cómo era. Cuando consulté con el Capitán, me confirmó que no era “tan así como la conozco” porque estaba abortando y el endometrio cambia su composición cuando hay embarazo.

El 22 de diciembre de 2018 tenía prometido y agendado (¡no iba a fallarles!) el sorteo de un libro, porque se acercaban las fiestas de fin de año y son momentos muy reflexivos que nos ponen especialmente sensibles (vengo sorteando libros en esas “fechas”) y yo, que transformé mi lucha en algo que sé que les sirve a muchas personas, tenía que hacer honor a la misión en la que se transformó mi vida desde que publiqué el libro.

Los sorteos no son simples sorteo, siempre los acompaño con una transmisión en vivo por Facebook (que pueden encontrar en la page de mi libro en Facebook).

¿Cómo iba a encarar esa transmisión si siempre aprieto LIVE empapada de energía y ganas de charlar? No sé, y tampoco sé como quedó porque no me animé a ver el video después de que quedó publicado. Yo seguía con tos y muchas se dieron cuenta de que no estaba bien. El chat quedó de prueba.

Tenía la excusa perfecta: estaba enferma, era bronquitis (confirmado por tomografía). Menos mal que el corazón no sale por la webcam.

Dije “excusa” porque no estaba preparada para contarlo hasta hoy. En ese video yo estaba perdiendo un embarazo, sentía dolores, físicos y del alma, como muchas de ustedes que seguramente hayan pasado por lo mismo (¡o más tremendo en semanas más avanzadas!).

Pero en ese ida y vuelta que tiene la magia de las transmisiones en vivo, me sentí empoderada, hermanada, y a pesar de que no pude contar lo que me estaba sucediendo en ese preciso instante, mi corazón empezó a iluminarse.

Tanto fue así que me convencí de mis propias palabras de aliento que les estaba dando mientras intercambiábamos reflexiones de fin de año, y las hice propias como si fuese un espejo en donde rebotaban para llegarme a mí… en ese momento surgió el “Yo, no me rindo”. Sí, nuestro mas poderoso hashtag #YoNoMeRindo en el medio de un embarazo bioquímico, así, con el puño en alto, cerrado con fuerza, pero mostrando los dedos, no los nudillos.

Los nudillos se le muestran al enemigo para adelantarle el combate. Mi “Yo, no me rindo” es el puño que le muestro a la vida para decirle de frente que, a tantas veces que me vea caer, más me verá levantarme. También se transformó en el himno del video para el año nuevo ¿entendés, ahora, lo que significó para mí hacer todo eso?

Ya pasó. Dejó marca en mi vida, dejó enseñanza, dejó experiencia. Tal vez el corazón tenga esta cicatriz que siempre voy a sentir cuando lo toque. Pero ya pasó.

Cuando me toca reflexionar (trabajo necesario que les recomiendo hacer siempre) por las situaciones que me tocan vivir, intento ver el vaso medio lleno. Intento llegar a conclusiones que me sumen, como por ejemplo que tuve la suerte de que no fuera ectópico, que esta historia terminó antes de ver una imagen (un corazón latiendo, movimientos). Que fue rápido, que mi cuerpo no necesitó mucho tiempo para sanar, ni siquiera medicación… todo esto válido para embarazos bioquímicos. Y también concluyo en que hubo algo y que nuestros cuerpos siguen funcionando (o intentádolo hacer)…

¿Pero sabés cuál es la enseñanza más fuerte que me dejó esto? Que del dolor también surgen las ganas, la fuerza, la energía y la voluntad de poner el tren sobre vías, porque tengo ganas, porque estoy ilusionada, porque la vela no se apagó del todo… ahora ilumina desde otro lugar.

Hermana de lucha, amiga, lectora: pienso en vos, en que si te tocó pasar por esto una o muchas veces, en que si te tocó pasar las otras pérdidas que son peores, morbosas, fatales… y te abrazo con la fuerza de un ejército de mujeres valientes que van por sus sueños. Deseo tu deseo, te abrazo de nuevo con energía.

Sanemos juntas que podemos, carajo.

Acá estoy.

Yo, no me rindo.

Hoy comparto esto que es una cagada, hablemos a “calzón quitao”. Pero pasa, sucede, no es frecuente pero sí común. Es más común y frecuente para las que estamos en tratamiento y sabemos exactamente en qué día y a qué hora nos transfieren y tenemos fechas de beta. Otro universo de mujeres pueden vivirlo como un “atraso” y no se dan cuenta de qué les pasó. Pero nosotras nos damos cuenta de todo, y esto que queda son las puntadas con hilo que decoran nuestras historias. Tan únicas. Con tanto recorrido.

No dejaré en este camino paso por andar mientras pueda darlo. Pondré lo mejor de mí. No sé si alcanzará, pero siempre será suficiente y esto es todo lo que necesito ser. Es todo lo que necesito para estar conforme.

Y no, yo no me rindo un carajo.

Con un pequeño “post data” quiero agradecer a quienes estuvieron muy presentes: Sandra y Vanesa, sin títulos porque estuvieron como amigas. Y especialmente a la Tribu que me sostuvo en el encuentro de enero 2019, que fue en el primer momento en donde lo pude compartir.


Soy Maru Pesuggi, autora del libro ¡Que me parta un Milagro!, desde mi propia búsqueda quiero acompañarte en tu camino.

¿Todavía no lo leiste? El libro: http://libro.quemepartaunmilagro.com.ar

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