La situación es la siguiente. Estoy en el sillón de mi casa con la televisión en el canal de Televisión Pública. De fondo escucho a los senadores debatiendo la ley de la interrupción voluntaria del embarazo (bonitas palabras para definir aborto). En unas horas se define si lo que votó en diputados se deshace, o vuelve a diputados y se modifica o es ley.
Mejor dicho: oigo a los senadores, pero no los escucho.
Hace meses que este tema entró en el foco público masivamente. Por momentos me sentí agobiada de escuchar fundamentos, argumentos, de un lado y del otro. Me cansé muchas veces, pero otras tantas, necesité prestar atención. Hubo un tiempo en el que no sabía en que vereda estaba parada, o en cual me sentía más cómoda, o más representada. Necesité escuchar para tomar el compromiso. Y no pude.
La mujer se está haciendo escuchar, cada día más. Y eso me enorgullece. Porque lo natural deja de serlo, porque lo estatuido que duele, jode, molesta, y es injusto, de a poco deja de serlo. Sin embargo, no puedo comulgar contra el odio al gen masculino, no puedo usar la palabra “patriarcado” con tanta liviandad como con la que la escucho. No puedo comulgar con el odio y el rechazo al hombre: porque es mi par. Me niego a vivir el feminismo como me lo quieren imponer. El feminismo no es eso, y quienes gritan lo otro, me dan miedo, tanto miedo como el patriarcado, pero el de verdad.
Con esto del aborto me pasa algo similar. El día que diputados dio media sanción me invadió el alivio hasta que empecé a escuchar y ver como cientos de mujeres gritaban eufóricamente con lágrimas de alegría.
El aborto es una mierda.
De verdad, es una mierda.
Debemos reconocer que existe otra realidad que no es la propia, que hay mujeres que se embarazan en la ignorancia, en el sometimiento, que hay mujeres que deben interrumpir embarazos deseados porque o se muere el hijo o ellas (o ambos). Que hay mujeres que por miedo se alejan de la salud pública porque son imputables de delito por el aborto. Que hay mujeres que en la desesperación se provocan abortos con utensilios caseros y quedan muertas o al borde de la muerte por el aborto o las consecuencias de este. Mujeres que son embarazadas obligatoriamente por quien la somete con violencia física o psicológica. Niñas obligadas a continuar embarazos por violaciones que no se sentencian. Hay millones de casos más que hoy en día no entran en la ley que ya tenemos vigente donde el aborto no es punible. Y como sociedad debemos prestar atención y estar presentes. El Estado debe escuchar y estar cuando no estuvo a tiempo.
Pero abortar, es una mierda.
Yo no voy a festejar. No me causa simpatía las inagotables ilustraciones, notas en los diarios, comentarios en redes sociales que dicen orgullosamente: yo aborté. Y sonríen felices por la decisión que tomaron. No, no me pidan que simpatice cuando leo a una madre que dice que de haber podido abortar a su hija lo hubiese hecho y, párrafos mas adelante, aclara que sin embargo la ama.
Es probable que alguna acceda feliz a hacerlo, pero no todas y no me pidan cantos de victoria, por respeto a esas otras. Tu cuerpo, tu decisión. Pero no me pidas que saque los bombos y platillos. No me sale festejar. Lo correcto no se celebra. Lo extraordinario sí.
La palabra aborto me causa dolor, el mismo dolor que la mujer que muere, que la mujer que termina con una infección que hasta puede dejarla incapacitada en alguna función biológica.
Y también me duele como logran hacer de esto una rivalidad marketinera que corre de la luz el problema de fondo.
Pañuelos de colores, símbolos verdes y celestes para tomar partido de una rivalidad.
El feminismo “progre y rebelde”, el que grita fuerte y genera quilombo con canciones que buscan herir y denigrar.
La corriente conservadora, mayoritariamente de creencias religiosas que son adaptadas según la orden venga de bien arriba y con conveniencia histórica y de contexto. Que miran y juzgan para afuera, pero esconden para adentro la vergüenza.
Y en el fondo de todo esto, cuando la olla queda vacía, el problema seguirá vigente y todo esto son paliativos.
Mientras tanto, los que no podemos colgarnos un pañuelo queremos que se dejen de morir, que se cuiden mejor y que el Estado esté presente donde se lo necesita y a tiempo.
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